José Manuel Lucía Megías (Ibiza, 1967) es poeta, profesor universitario y estudioso de la vida y la obra de Miguel de Cervantes. Como poeta ha publicado 11 libros, desde el Libro de horas (Madrid, 2000) hasta Aquí y ahora (Madrid, 2020): Prometeo condenado (Madrid, 2004), Acróstico (Madrid, 2005), Canciones y otros vasos de whisky (Madrid, 2006), Cuaderno de bitácora (Madrid, 2007), Trento (o el triunfo de la espera) (Bari, 2009), Tríptico (Madrid, 2009), Y se llamaban Mahmud y Ayaz (Madrid, 2012, 3ª ed. 2013), Los últimos días de Trotski (Madrid, 2015), Versos que un día escribí desnudo (Madrid, 2018, 2ª ed., 2020). Su obra poética ha sido reunida en El único silencio (Madrid, 2017) y en la antología Yo sé quien soy. Inventario de una noche (Madrid, 2018), y traducida al árabe, francés, hebreo, inglés e italiano. En estas publicaciones se recoge Trento o el triunfo de la espera, con traducción al italiano de Claudia Dematté. En el año 2006 publicó Y se llamaban Mahmud y Ayaz, que ha sido llevado al teatro con el título Voces en el silencio. Ha participado varias veces a los encuentros de poesía española contemporánea “Nací el 21 en primavera…” que desde 2008 se organizan bienalmente en la Universidad de Bari.
Entrevistar a José Manuel Lucía Megías es un honor y un gran placer. Su trayectoria literaria es de lo más intensa y apasionada: capaz de conciliar “lo útil con lo dulce”. Excelente animador y comunicador de las letras hispánicas dentro y fuera de la academia, enamorado crónico de la literatura tanto en su faceta de filólogo y estudioso, como en la de escritor y poeta. La filología, al fin y al cabo, es eso: amar la palabra como forma de expresión, necesidad inexcusable de comunicación de la verdad. Y la poesía es, creo, un acto purísimo de filología del ser. ¿En qué medida y grado estas componentes de tu actividad se alimentan una a otra?
Esta es una cuestión que siempre me he planteado, e incluso llegué a pensar que mi elección de dedicarme a la docencia y a la filología procedía en el fondo de mi necesidad por la escritura. Vivir en las letras. De manera personal y de manera profesional. Son muchos los ejemplos de profesores poetas o narradores o dramaturgos. Pero con el tiempo me he dado cuenta que, en el fondo, no hay “diferentes” componentes entre ser profesor, ser filólogo, ser investigador o ser poeta. Como bien dices, Paola, “filología” es amar la palabra. Pero amar la palabra también es la poesía… y no concibo ni la filología ni la poesía sin la comunicación, de ahí mi pasión por la docencia. El trabajo de investigación –solitario en muchos casos– se vuelve vida delante de los alumnos, delante de los asistentes a una conferencia. Escribir es mi vida, y esta vida se multiplica en los versos, en los ensayos, en los escritos académicos, en la preparación de las clases y de las conferencias. Todo es uno. No entiendo otra forma de vivir que no sea en las palabras.
No quiero detenerme aquí en tus aportaciones como ilustre hispanista, sino en tu poesía, tan atenta a lo que sucede por fuera y por debajo de la “torre de marfil”. En cada uno de tus libros sorprende tu natural capacidad de dialogar vitalmente con el lector, hacerle partícipe de aquella frontera entre el microcosmos del yo y el macrocosmos del tú, que es un yo colectivo. En tus libros el poeta sale al mundo y se lleva al lector por los repliegues de la contemporaneidad. ¿Te parece acertada esta sugestión?
Completamente de acuerdo. Desde ese amor a la palabra de la que hablábamos, siempre me he regido por dos preguntas (tanto en mi obra poética como en la filológica): ¿Para qué escribir? ¿Para quién escribir? De ahí que “comunicar” más que “iluminar” sea la razón de mi poesía. Y por esta razón, he experimentado con los recursos de otros géneros más “cercanos” al lector actual para hacer más accesible mi poesía: en “Libro de horas” por ejemplo, aprovecho el recurso narrativo de contar una historia a lo largo de un día; en “Tríptico” será el lenguaje dramático, con un “tú” que se vuelve protagonista, y en “Y se llamaban Mahmud y Ayaz” lo hago con el recurso periodístico de búsqueda de múltiples fuentes para comprender un hecho. En este caso, tanto la denuncia de un asesinato de dos jóvenes por ser homosexuales en Irán como la denuncia de nuestro silencio occidental ante estas -y otras tantas- injusticias que se producen en el mundo. Me gusta la expresión que has utilizado “natural capacidad de dialogar con el lector”, pues en este sintagma has conseguido reunir todas mis obsesiones poéticas, donde destaca el “diálogo”.
Tu poesía se alimenta de esta dialéctica entre tú y yo, dentro y fuera, intimidad y socialidad, tocando temas reales, volcados en un presente perpetuo. No quiero hablar de poesía comprometida (categoría demasiado escurridiza y ambigua) sino, más bien, de una más profunda y general misión poética. ¿Cuál es tu personal misión como poeta?
Tampoco me gusta el membrete de “poesía comprometida”, porque creo que la poesía, para serlo, ha de ser “siempre” comprometida… ¿Con qué? Y ahí es donde nacen las voces y las perspectivas, las necesidades. No sé si como poeta tenga una misión (ni tampoco si la tengo como filólogo, investigador o profesor). Lo que sí siento es que necesito entender y entenderme dentro del mundo, de la sociedad en que vivimos, de la información que recibimos y de las reacciones a la que nos volcamos. En este entenderme me muevo desde la necesidad de dar voz a aquellos a quienes nuestra sociedad se la ha negado (por ejemplo en mi poema “La puta vieja”), a rescatar espacios de mi vida que han marcado un devenir de mi biografía y de mi modo de entender el mundo, como la muerte de mi padre a los catorce años, que termina siendo una ausencia vital, un referente perdido, y que ha sido el detonante de mi último libro “Aquí y ahora”. El descubrimiento del otro y de otras geografías gracias al viaje es también uno de los ejes de mi obra: un descubrimiento que tiene que ver con viajes reales (muy vinculados a mi experiencia profesional, una vez más poesía y docencia estrechamente ligados) y con todos los viajes interiores a los que estamos abocados. Vivimos en un fluir… y en ese fluir, la poesía es para mí un espacio de reflexión, de mirada, de volver a las preguntas antes que de iluminar respuestas. Quizás sea esta la misión de la poesía: ponernos delante un espejo para reflejar el mundo, el mundo en que vivimos, el pequeño universo del hombre.
Al final de tu libro “Y se llamaban Mahmud y Ayaz” (Amargord 2012 y segunda edición 2013, que pronto saldrá en traduccción italiana y que ha sido objeto de una refundición teatral) –moderna elegía fúnebre e himno trágico y salvífico a la vida que denuncia y condena todo atentado a la libertad– el poeta es “el único que creó vida en tu gesto moribundo”. Le hace eco el final “Los últimos días de Trotski” (Calambur, 2015), donde el poeta ante aquel “escritorio perdido en la espiral suicida de nuestros tiempos grises y agotados” pronuncia una promesa “algún día escribiré sobre este instante”. En los actuales equilibrios (o desequilibrios) mundiales, ¿cuál puede ser, según tu opinión, la experiencia del arte y de la poesía? ¿Cómo manifestará el poeta su necesidad de bañar la pluma en la tinta del mundo?
Vivimos desde hace demasiado un tiempo de narrativa. Incluso peor: nos hemos instalado en los ritmos del periodismo, de los titulares y de la propaganda. Las redes sociales aparentemente llevan la información a todos los rincones del mundo, pero vivimos juzgando antes que comprendiendo. ¿Cómo romper este círculo vicioso en que las palabras ya no tienen sentido, en que la “palabra dada” ya no es un compromiso y el eslogan termina por imponerse a las ideas y a la reflexión? Este es para mí la oportunidad de la poesía. La poesía es amor a las palabras. La poesía es necesidad de las palabras. La poesía es la fuerza de las palabras. La poesía es la construcción de las palabras. Frente a los titulares –que se agotan en su lectura–, la poesía, que perdura en el tiempo. Frente a la propaganda –que ofrece efímeros mundos perfectos–, la poesía, que se mueve en la dialéctica y la duda. Frente a la banalidad de la ficción actual, tanto en las sagas narrativas como en las cinematográficas o televisivas –en que ha triunfado el espectáculo–, la poesía, que es un chispazo de vida que enciende recuerdos e ilusiones.
En el año 2005 se produjo el asesinato en Irán de los jóvenes Mahmud y Ayaz por ser homosexuales. En el año 2008, se publicó en la prensa mundial la foto en la grúa en medio de una plaza y se llenaron de titulares los periódicos… y todo se olvidó. Todo se quedó en una noticia efímera… Solo el arte, en mi caso la poesía, puede salvarlos y puede salvarnos. Solo el arte, la poesía consigue ponernos delante, en cada lectura, el espejo de las injusticias –o de la belleza– exigiendo nuestro compromiso y nuestra respuesta.
Necesitamos recuperar un tiempo de poesía, un tiempo de reflexión, un tiempo de comprensión, un tiempo en que las palabras vuelvan a tener sentido y el recuerdo sea también parte de nuestro futuro… solo podemos comprender nuestro tiempo si somos capaces de mirarlo más allá del titular, del eslogan, de la propaganda que hoy nos invade y nos ataca continuamente.
El ambiente es uno de los temas más candentes hoy: desde las movilizaciones juveniles que claman por la necesaria armonización entre naturaleza y progreso, ante la indiferencia de la ‘dinerocracia’, hasta las siempre más frecuentes catástrofes naturales. ¿En tu poesía qué papel ha tenido, tiene y va a tener el entorno natural? ¿Tiene una función de contexto o es más bien texto y médula del poema?
Es curioso porque en mi poesía se aúnan dos miradas que parecen contradictorias: por un lado, es una poesía muy urbana, muy centrada en las grandes ciudades en las que he vivido o vivo –o he viajado y a las que espero seguir haciéndolo–; pero por otro lado, es una poesía que busca las raíces, el campo debajo del asfalto, las playas que hay debajo de los adoquines… siguiendo el grito y el sueño del Mayo del 68. Y seguramente esta dualidad tiene que ver –como decía antes– con un aspecto biográfico y con uno social, siempre tan estrechamente unidos. Mi infancia fue campesina, en los campos de Segovia con mis tíos agricultores, a los que acompañaba en sus labores durante los meses de verano, tanto como agricultor como pastor; pero mi infancia es también el juego en el asfalto en las calles, las carreras y los partidos de fútbol, la vista cortada por los edificios frente a los horizontes imposibles de los campos de Castilla. ¿Contexto o más bien texto y médula del poema? Creo que el entorno natural, nuestro entorno –que hemos de vivir y para vivirlo plenamente, tenemos que preservarlo– es más bien texto y médula de nuestra vida. Y esta vida es la que se ha de reflejar en el poema. Una playa puede convertirse en el escenario perfecto de nuestra felicidad, en el espacio de nuestro pequeño triunfo biográfico, con su sol por nuestro cuerpo, los día de vacaciones… pero en un segundo, esta misma playa puede ser el escenario de la tragedia de las muertes en nuestro Mediterráneo, de nuestro gran fracaso como sociedad, que llena de barreras y de fronteras la vida, imponiendo estrellas de colores a los hombres según su procedencia. Así lo siento y así lo escribí en el poema “Lampedusa”, que he tenido la suerte que hayas traducido al italiano.
Ahora estamos asistiendo, involuntariamente, al establecimento de otro orden natural y social. El hombre ‘aprisionado’ y alejado de su propio entorno, contempla –cual novel Segismundo– a la naturaleza, libre de reapoderarse de su espacio. El mundo se está metamorfoseando y adaptando para seguir viviendo. ¿Es, en tu opinión, una forma de resignación o de salvación?
El hombre “aprisionado”… me temo que este hombre al que se le ha obligado a permanecer en su casa, en su “cueva” por un tiempo, amenazado por una epidemia que no se ve, que solo se conoce por sus efectos devastadores, será el mismo “hombre liberado” dentro de unos meses, y que intentará recuperar el tiempo perdido de su destrucción ambiental. Si había alguna duda de que era el hombre –y lo que el hombre producía– lo que estaba acabando con el planeta, ahora se ha comprobado en un experimento social imposible de imaginar antes del confinamiento durante la pandemia mundial del coronavirus. ¿Hemos aprendido algo de estas semanas en nuestras casas, rodeados de los nuestros, de nuestros sueños y de nuestros fracasos? Me temo que no, que este tiempo tan propicio para la reflexión, para retomar algunos de los sueños o de las ilusiones que habíamos dejado en el camino por la vorágine de nuestros tiempos modernos, ha sido un paréntesis, un tiempo no-vivido. Las tecnologías digitales que han sido esenciales para comunicarnos entre nosotros, para poder estar “cerca” de nuestros círculos personales o profesionales, han tenido también un efecto perverso y perturbador: han impedido el aislamiento y el silencio necesario para la reflexión. Hemos vivido este tiempo excepcional intentando convertirlo en un tiempo cotidiano, imitando rutinas del ayer y soñando con volver a poder hacerlas como antes cuando acabe el confinamiento. Más que un “hombre aprisionado” creo que durante estas semanas hemos sido un “hombre suspendido”… y la naturaleza ha podido respirar con cierta libertad, pero por poco tiempo. Estamos todos hablando de volver a la “normalidad” después del confinamiento. Me temo que, en realidad, vamos a volver a la “anormalidad” que nos ha llevado a esta situación, y que lo haremos sin aprender nada, queriendo olvidarlo todo. Y no será la última vez que viviremos una pandemia. Sin duda.
“Yo soy Prometeo, el condenado a la soledad de las cadenas / por ser el único en seguir amando el corazón de los hombres / el único en acercarse a distinguir las caricias entre los gruñidos”. Al releer estos versos de tu libro Prometeo condenado (Calambur, 2004), pienso, una vez más, en el poeta, en su sacrificio cotidiano. ¿Cuál es al día de hoy el sacrificio de José Manuel, de su palabra poética?
No sé, pero por aquello del amor a las palabras de las que hablábamos al principio, la palabra “sacrificio” tiene una connotaciones religiosas y cristianas que aborrezco. Los poetas estamos condenados a la palabra. Y es una condena que, en ocasiones, vivimos con alegría y otra con profunda decepción. Las palabras son los ladrillos de nuestros edificios poéticos. En este sentido, mi palabra poética está abriéndose en estos últimos tiempos a nuevas experiencias, antes no abordadas en mi obra. Frente a la imagen barroca –con tonos surrealistas– que estaba en la base de mi poética, ahora me decanto más por la expresión clara, directa, por el peso de los verbos frente a la floritura de los adjetivos; frente a los temas universales me atraen ahora más la cotidianidad, esa vida, esa reflexión que se deja entrever en los pequeños gestos, en las diminutas acciones de nuestro momento; y frente al verso libre, ese especio de libertad poética en que me he movido, ahora busco el endecasílabo como forma de expresión… ¿Son acaso sacrificios? Quizás. Pero yo los vivo como desafíos. El desafío de intentar comprenderme en un mundo del que me siento cada vez más ajeno. En ocasiones me siento más cercano en el diálogo con Petrarca, con Garcilaso de la Vega o con Cervantes antes que con algunos de mis coetáneos. En situaciones tan particulares como la actual, en que nos sentimos amenazados como especie por haber sido demasiado agresivos con nuestro entorno natural, sale lo mejor y lo peor de nosotros mismos. La poesía tiene que estar atenta a este variado universo de voces, ser notario de nuestro tiempo, aunque, en ocasiones, nos resulte a muchos tan lejano de nuestro sueños, de las geografías de nuestros deseos.
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